SIETE PECADOS CAPITALES
IRA
Mechón que arde en el río nocturno
De las pasiones mutiladas
Temblor que asciende
Por la noche
Intenso furor de lágrimas que se resbalan
Por el pecho
Un pensamiento que no deja de bucear
En las aguas feroces del pecado
Tú estás retorcida a lo largo de la sábana
Un ligero cosquilleo susurra en el ojo
De la angustia por no caer en el reducido
Barco sin ventanas que había soñado
Instantáneo y ávido para ser miedo, encierro
Y claustrofobia
Ira sin amigos
Solitario deambular de mi pie izquierdo
Que avanza por el cántaro roto de la arena
Huérfana de mar y conchas devueltas
Te exprimo en el abrazo y te guardo en la brevedad
De mi frase que intenta alimentarse del aliento
Otra vez encerrado sin tener refugio ni alternativa
Otra vez espalda desierta
Blanco como cuadro sin pintor
Pañuelo gastado por la agitación a ninguna parte
Soy un lobo muerto antes de ayer
Y devuelto a la mañana que tendrá tu voz y nada más
GULA
Platón extensivo
De carnes corporales
Que se posesionan en el hastío rotundo
Hasta volverse presencia innecesaria
SOBERBIA
Pecho insepulto
De príncipes condecorados
En el acoso de sus propios espejos
Vencidos por la cólera de ya no
Poder ser más
LUJURIA
Pócima de jugos
Incandescentes que
Provocan el mérito de la carne
En las paredes ocultas del corazón
PEREZA
Lenta rotación de la inteligencia
Que recorre
La dulce profundidad
De las termitas
Buscando sin afán
Sombras acabadas de lucir
AVARICIA
La llanura es extensa y pródiga
Sin embargo ha muerto el interés
Los hombres viajan por la ruta
De una luna sin esferas
Todo ha sido vedado
Los venados endurecen su cornamenta
Y los bolsillos agrandan sus salones
Para el descanso inútil del oro
ENVIDIA
Sueño malformado
En el que se usurpa
La posesión del poeta
Que viaja por aguas espléndidas
He caído vencido debajo de la sombra reducida
Del árbol que acompaña mi sed
Lobos tristes pasan por el puente
Las columnas de Salomón orientan
El curso ajeno de la inteligencia
Mi búsqueda
Los caminos armados a lo largo
Del campo de batalla
Mi tránsito ha provocado
El agotamiento de los días
Mis combates escarmenados
Por fuerza y la constancia
Sigo
Veo el río de mi ciudad
Agotándose
Espejismos
Ficciones
Imaginación desde el oxígeno apretado
De cuidados intensivos
Mis manos extrañan las tuyas
Que hace tanto tiempo sirvieron
De estandartes
Para la escena de la despedida
HOMENAJE A LOUIS ARMSTRONG
Escucho el homenaje de Lil Hardin a Louis Armstrong y veo cómo se suceden los blancos dientes del piano que agota sus acordes de duelo en las abatidas prolongaciones de la melodía. Alza su rostro para comprobar la guía azul de sus ancestros y la pupila otra vez siente la vibración de las cuerdas mayores del gran animal negro que brilla en la mitad del escenario.
Lil se ralenta en pretéritos amargos, pero intensos, y acaricia inconscientemente las pequeñas ostras del cabello del amado que se balconea en la nube más próxima de su distancia. La mira incesantemente, concuerda con los movimientos de su zapato rojo que forcejea con el pedal dorado del instrumento.
Ella sigue sintiendo esa tarde cuando después del segundo ensayo le tocó el muslo con la pasión de su trombón.
Ambos sentían la caricia profunda de su amor y el poemario oral de sus giras y sus vibrantes consonantes que terminaban con la historia de una pasión gutural.
El jazz se enciende más fuerte. Y ella siente que el ritmo de su corazón se desvanece en acordes y penínsulas de armazón. Respira distinto, trata de liberarse de ese algo que le aprieta el tabernáculo de la sangre, pero es una fuerza grande que proviene de allá.
Louis saborea el amargor de su boca con el dorso de su lengua y convoca con la decisión de un saxofón bien tocado a Lil para que termine la pieza en la alcoba parda de su soledad, mientras ella, sin poder resistir la tentación, abandona la carcajada de su piano y da vuelta a la página de su circulación.
EL APARECIDO
Comienza el instrumento de Adolfo Sax a menearse por el aire tibio de mi estudio. Veo su espectro bailar con el compás atrasado de un inventor noctámbulo. Se suceden notas y armonías punzantes que me recuerdan las agujas con que armábamos los espantapájaros para los tenaces alverjeros de Suscal. Una lluvia de disparos de tambor contrarrestan estas pequeñas espadas de oro que nos provoca el hecho de pasear por las sinuosas avenidas del jazz
Y es que Adolfo fue un niño que volvió siempre desde las hazañas de la muerte a gozar con su clarinete reciéntemente construido desde las praderas incesantes de la vida. Una rubia de pesados delantales le libró más de una vez del largo alfiler que le perforó la digestión y de una caída en la que ensayó sus primeros vuelos en el amplio cometa de la imaginación.
Aquella noche soñó que caía en un gran río congelado por la altura, mientras respiraba en la parte sur de su buhardilla, los olores cáusticos de la colección de barnices que su padre usaba en la morfología de sus instrumentos para defenderlos de la corrosión ocasionada por el delirio y la pasión del soplo y el aire intenso de los músicos.
Vitriolo había sido una sustancia que confirmó el veneno que intentó traspasar las columnas de su precaria circulación. Pero su corazón fue más fuerte y decidido para huir seguro de la horrible dentadura que trataba de morderle el faro de su fortaleza que siempre estuvo rodeada de oboes, violines, pianos y clarinetes.
El aparecido, como le decían en la intimidad de la familia, resistió a la ferocidad de la crítica y la envidia de no pocos iniciados que veían en los desvelos de su pasión por los sonidos pertinentes, una forma bastante atrevida de sobrevivencia.
Los días de Adolfo se sucedieron en medio de propuestas y desafíos que si bien no le permitieron el tedio y el aburrimiento, le desgastaron la humildad y la paciencia por lo que rechazó, con toda la contundencia de su tenacidad, la medalla de bronce que le concedieron por el pecado de sus veintiséis años.
Adolfo hoy mira con sus pequeños ojos belgas el atardecer de su saxofón que todavía brilla entre la penumbra de los metales antiguos, ya esparcidos por la magia de los fonógrafos, que vuelven a ensayar el círculo vicioso de los escondites de los blues que ahora están, para siempre, en los cofres mentales de los músicos negros que descansan en sus cajones de ébano y palo santo.
VOCES
Su poder más que en su espléndido puño se encontraba en su garganta armado cuidadosamente en la suavidad definitiva del algodón que tiempo atrás cosecharon sus antepasados en los extensos campos de California. Su rostro tenía la tesitura de varios tonos a la vez y la barba le brotaba con furia en la planicie agreste de sus mejillas que se saturaban de aire cuando salía al encuentro con el fantasma del sudor y la cárcel coqueta del micrófono que casi todas las noches le regalaba el ritmo de sus amplias notas recien brotadas de su instrumento eufórico y lunático.
Arthur Blake con su máscara de ancestros africanos en la que predominaba la bemba colorada y sus matices de amarillo radiante, tuvo el extraño presentimiento una tarde de esas que afinaba su guitarra que sería esa especie de padre del blues.
Sus mandibulas se contraían sobre todo por el recuerdo de aquel lejano amanecer cuando se dio cuenta que estaba solo en el mundo sin más que su guitarra generosa y su técnica vocal